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CRÓNICA | GRAN PODER. SEMANA SANTA. SEVILLA
El Penitente
CORTEJO
A las 4,30 de la madrugada, con luna que estrena su menguante tras el primer plenilunio de la primavera, en la calle Gravina vuelve a su templo de San Lorenzo aquel que llaman Señor de Sevilla, Jesús del Gran Poder. Ese templo donde una sillería espera que el capataz llame a la puerta para que la imagen vuelva a su casa.
Aquí, ahora, cerca del Museo, un tupido silencio es más ancho porque no procede de la ausencia sino de una multitud que espera, anclada en los ribazos de la estrecha calle como pespuntes hilvanados en las aceras. Aún no ha llegado la cruz de guía, aquella que siembra en el asfalto semilla de respeto y veneración, y ya el silencio es una capa negra acharolada que esculpe aún más el relente del manso prólogo de la amanecida en los rostros y las manos de los que aguardan.
Es la madrugada de Viernes Santo. Los abnegados fieles, los naturales creyentes, los curiosos asombrados, los menores obligados, los ansiosos turistas, incluso los apócrifos clandestinos son todo ojos. Las miradas innúmeras son los dueños de la noche. Mirar, mirar, mirar. A veces es contemplación múltiple y absorta en un balcón atestado, a veces la dulce mirada de la belleza temprana y fresca de una joven, a veces los ojos circunspectos de respeto de un hombre maduro, a veces los ojos inquietos, volanderos de un niño disconforme con la demasiada espera -¿Cuánto falta?- Hay miradas peregrinas y busconas de las cosas cercanas, lejanas, entretenidas en la anécdota aledaña y escudriñando con más adivinación que certeza los temblorosos primeros destellos de difusa luz de unos cirios; buscando el peritaje confirmador de los oídos puestos a lo lejos como palomas mensajeras a la caza de la percepción de un rumor de esparteñas penitenciales que por ahora se antojan imposibles.
Los espectadores, la gente, los fieles. Todos pura expectativa, viva ansia, testaferros de promesa. Esperanza. Sevilla no defrauda en la Madrugá. Esperanza. Cuando una voz envuelta en el embozo de un susurro dice:
-Ya está ahí la cruz de guía.
Y en la fría carne del público por el relente se enciende un braserito de expectativas como ascuas. Mil miradas puestas en el penitente que porta esta cruz que es heraldo solo de la que Jesús carga veraz aún lejos de las inquietas miradas, pero que ya ha echado raíces en el lugar del corazón donde crecen las esperanzas.
-Ya está ahí la cruz de guía -se oye otra vez como espontánea letanía de las bocas. Y es cierto que está cerca.
No se merece este asfalto la cruz; su dorado, revelado por los faroles pide una subida al Monte Calvario de mármoles. La gente de Sevilla la mira, la interroga; algunos, más curiosos, buscan la iconografía litúrgica que porta esta cruz de guía por doquier. Porque las cosas que en la cruz penden tienen lenguas como las heridas de César asesinado: la linterna para encontrar a Cristo y prenderle, el guante de la mano que abofeteó a Jesús en presencia de Anás, la palangana y el jarro de agua con que Pilatos se lavó las manos, el balaustre donde se ató a Jesús y los flagelos, el gallo que cantó tras la tercera negación de Pedro, el cáliz de la última cena, la escalera para descender el cuerpo inerte de Cristo, la túnica de Jesús, el paño con que la Verónica imprimió su santa faz, la corona de espinas, la cartela con la inscripción INRI, la cimitarra con la que San Pedro seccionó la oreja de Malco, las tenazas. Sí. Las cosas tienen lenguas para gritar el dolor a la noche de Sevilla. Algunos de las aceras miran sin ver. Otros, perplejos, se preguntan por el sentido de este abigarramiento simbólico. Y yo pienso que deberían dejar la cruz desnuda o simplemente deshacerla, hacerla ceniza o azahar, pero deshacerla. Pienso en devolver los maderos al tronco que taló el menestral judío; ese que ignoraba que de su tala y sus labores iba a brotar el símbolo de fe para los hombres dos mil años.
Imagino una saeta:
Volverla al árbol, volverla
La madera de la cruz,
Quitarle llagas y heridas
Y volverle la salud.
Pero ya la cruz de guía ha abierto -con su fiscal, sus farolas, sus cirios- la corriente pausada, protocolaria y convencional de la múltiple penitencia. El cortejo avanza, se detiene. Las pupilas buscan los rasgos distintivos de los nazarenos, su altura, su descalcez, sus manos bajo los blancos guantes de algodón. Empieza, a los ojos de los presentes -a estas horas ya algo doloridos las piernas y los pies y fríos los cuerpos- el reguero de penitentes con cirios o cruces. Ya se ven algo lejanos los faroles de las llamas tenues que acompañaban la cruz de guía. Así pasa la vida, lo largamente esperado en su paso fugaz y breve transitar no se detiene y ya, en un suspiro, está lejos.
Ahora se hace presente la penitencia, silenciosa. Sus tramos -los de los nazarenos- van intercalados o divididos por las insignias. Los nazarenos llevan una túnica de ruan negros, un cinturón ancho de esparto -tosco- y sandalias negras. Algunos van descalzos, otros mitigan la descalcez con calcetines. La mirada, acostumbrada ya a la monotonía de la penitencia oscura y los velados cirios busca el color , el brillo de la forma de las insignias: la vara plata y oro, las maderas de los palermos con cabeza y punta plateadas de buenos orfebres; puntas que ponen, al posarse por el asfalto una suerte de sonido macizo que pone lúgubre contundencia a la piedad de los penitentes; la canastilla de los diputados de tramo, el Senatus, que en el fondo granate y con doradas letras y flecos nos recuerdan la presencia de Roma imperial en Sevilla. Irá pasando el tiempo y los penitentes, lentos y solemnes -con una parsimonia y lentitud que estos tiempos desconocen o han olvidado-. El pausado transitar de los nazarenos me hace renovar el virtuoso reconocimiento de la paciencia. La gente -de toda condición y origen- al paso de la cofradía, que llevará horas verla completa, se enfrenta a la espera según su naturaleza.
El sevillano, atrincherado en su fe y su tradición, si vive en el barrio habrá contemplado muchas veces los ritos, habrá estudiado las insignias, los cambios en las rutas y los cruces con otras cofradías en la carrera oficial y las polémicas sobre el orden de acceso a las misma o revisará el manto restaurado del paso palio cuando llegue. En su conversación repetirá los comentarios de muchos años, en su memoria cobrarán vida los recuerdos de su niñez cuando su padre, hermano, como su abuelo del Señor de Sevilla aupaban al niño sobre los hombros, que entonces se sentía el rey del mundo; recordará el año aquel del pánico por los petardos en que iba él de nazareno y por la tradición revisitada tendrá una falsa pero profunda sensación de permanencia y aún de eternidad. El turista, el visitante ocasional más o menos curioso, más o menos instruido intentará -inquieto- corroborar lo leído, consultará en la oscuridad la pantalla luminosa del teléfono y buscará respuestas: el tiempo de paso, el número de nazarenos, la antigüedad de la hermandad y de los pasos. Más racionalista e instigado por la fama de la Semana Santa sevillana, necesita completar un programa, una planificación imposible de la Madrugá y no verá la procesión por la misión que entenderá superior de la fotografía, de la grabación de imágenes. Es muy probable que cuando mañana somnoliento, vaya a ver la salida de Patrocinio ya habrá confundido el Silencio y el Cautivo y a la Señora de Mayor Dolor y Traspaso con María Santísima de las Angustias Coronada.
Pero hoy y aquí, son lo mismo: ojos escrutadores de los pasos cortos guiados, regidos por los diputados de los tramos.
Más insignias.
Mientras los tramos de los nazarenos procesionan, el guion conmemorativo de la medalla de oro de la ciudad en dorado relieve sobre fondos de terciopelo rojo, el negro de la bandera, el guion con la Carta Hermandad con Orden menor capuchina -paz, bien y fraternidad-, una reliquia del Beato Fray Diego José de Cádiz, con su faroles. La bandera pontificia albigualda con su vara coronada por el escudo vaticano-tiara y llave de San Pedro-, dorado sobre negro el guion de la Epifanía con su adoración y su estrella reveladora, la misma estrella que luce la vara que acompaña al guion. Dorado y plata el Tintinámbulo que la Santa Sede otorga a las basílicas. El Canapeo como una pequeña carpa circense beatífica, roja y brillante bandera, negro estandarte.
También verán el boato, la pompa de la presidencia, la vara de oro del Hermano mayor, monarca en la estación de penitencia, los enseres propios de los acólitos: el pertiguero, el ceroferario, el turiferario junto al paso, la pértiga que gobierna el paso del paso, el incienso del turiferario, los ciriales de los ceroferarios, y el paso.
Pero para llegar al paso de nazareno aún hay tiempo y espacio. Cada paso de cada penitente, para el que atiende y anhela es un grano que traspasa la garganta del reloj de arena, vacía la espera y llena la esperanza.
Las luces se han apagado por obra del poder de la hermandad para disponer de la luz y de la oscuridad en la ciudad. Y con la luz se apagan las voces. Y el silencio purifica la ciudad. Ahora las velas se apoderan del privilegio de una luminosidad tenue y tímida que alcanza lo justo y necesario, las manos y el antifaz del penitente, algunos rostros del pueblo. Un nazareno acaricia la llama de su cirio para desentumecer las falanges: van sin guantes y el relente de la madrugada -ya son las cinco- aprieta los dientes.
Los cirios son de tiniebla, es decir, de cera tamizada por las sombras. El luto llega también a la cera que acompaña como seña de muerte a quien casi muerto está a punto de llegar. Y en esta oscuridad mitigada por las velas ya somos hombre y mujeres de otro tiempo, del tiempo en que se hicieron las peanas y las imágenes, de cuando Juan de Mesa cinceló en madera policromada de cedro y la peana de pino de Segura. Somos hombres y mujeres con mirada de 1600, sin su temor de Dios, sin su veneración y seguramente sin la solidez de su fe, mas con las misma oscuridad, el mismo asombro, el mismo atisbo de piedad por el sufrimiento humano.
Y ahora allá, a lo lejos, saliendo de la curva hasta Canalejas, lo que parece un levantar de ciriales que sobresalen de los penitentes ordinarios. Sí. Allí están. Son los ciriales del Señor de Sevilla. Y apenas asoman las farolas del paso, bajan, se detienen y los oídos rastrean como si fueran el ventear del olfato de un can ansioso, sí, rastrean y encuentran una saeta. Mandan callar las gentes con un “shhhh” para mejor oír; si es posible escuchar y quizás entender el quejío, la respiración del saetero, las pausas por recuperar el resuello; los oídos buscan las palabras, si no, al menos, los venerados quejíos, los sentidos ayeos de la garganta transida de una fe casi infantil, ingenua de una empatía grande y profunda para con el dolor del Nazareno.
¡Ah! La saeta. Qué buen nombre se ha dado a esa flecha desgarrada que atraviesa la noche. Hay un decir y un sollozar, un lamento íntimo y triste que se vertebra en vibratos susurrados -cuanto puede ser susurro este decir público- hasta que llega el ¡ay! Entonces, en medio del desahogado y brutal grito del dolor, el capataz da la orden sonora -tres golpes de llamador- de prepararse y un golpe más sube en la coda de la saeta y camina al monte Calvario. Ya somos así -judíos, gentiles, romanos- y Sevilla es Jerusalén. Esta ciudad que vio a Jesús triunfante en un borrico entre palmas, triunfos y chiquillos le ve ahora hollando el último camino. Y alguien le canta sus últimas letras el dolor de esta Judea del Guadalquivir.
Viene el paso dejando atrás los ecos últimos de la saeta. El Nazareno literalmente camina en silencio. El paso es antiguo -de los más antiguos de Andalucía-. Había contratado -allá por el XVII-la talla de un monte en madera, con ocho tarjetas con sus historias y ejecución de treinta ángeles. Digno paso de quien lo habita. Es Jesús del Gran Poder. Miradlo. La fortuna o la providencia le hacen posarse ante nuestros ojos. El anhelo, las esperas han terminado. Los ojos quisieran multiplicarse y ver las prendas de la gracia de este nazareno ilustre, de este nombre vejado.
¡Cuánta riqueza y arte para adornar el dolor para inmortalizar la muerte! Quizás la lejanía última del saetero no nos deja ya entender un ápice de la letra herida de su canción para entenderla, pero basta un exceso sonoro del pecho del que canta con dolorosa pena -ahora con un aliento último de despedida para que nos llegue una declamación incomprensible -más llanto ya, más lamento que canción-que desde el corazón nos llega -aunque inarticulado, irracional- más puro, más descarnado, como el llanto limpio de un niño.
Vuelve el silencio. Ni siquiera el azahar recita su dorado poema de aromas pues ya floreció triunfante semanas antes.
Sí. Ya está aquí. Miradlo.
Todo ojos. Faltan ojos para ponerlos en todos los brillos, filigranas, iconos, cirios, maderas nobles.
Al contemplar la talla del paso y nazareno se olvidan los datos leídos, aprendidos, la historia, las anécdotas, las crónicas, las novedades, los números.
Al contemplar esta ascensión al Calvario, el alma se asoma por los ojos y hiere el pecho con una delicada congoja.
II PASO
Los ciriales se alzan triunfantes sobre la vorágine de las pantallas de los teléfonos móviles. Entre el Calvario y la tecnología hay dos mil años. No basta con la realidad en su emoción y su belleza efímera. Hay que incrustarla en la memoria de los aparatos, reenviarlas, exhibirla. Como si la realidad lo fuera más fuera de su simplicidad y tuviera que manipularse para hacerla múltiple.
Los ciriales, los anhelados ciriales son heraldos de la grandeza del paso. Los ceroferarios los portan augustos en sus diminutas columnas salomónicas de plata sobredorada. Mucha pulcritud y atildamiento, exceso de orfebrería para traer lo que esencial sin matices: la luz humilde de unas velas, el fuego mínimo de una gran pasión que los sigue y que ya hiela las miradas, ahora sí, anegadas de trágica belleza de todos.
Ahí está el dolor, el sacrificio. ¿Qué más da la madera de cedro de la carne de Jesús en una pieza? ¿Qué más da el pino de Segura de la peana y la cruz? ¿Qué importa el oro y las amatistas de los casquetes de la cruz? Importa el rostro y la corona de espinas, el crespo cabello violado por ese punzante sarmiento de la frente que satiriza la amargura de su reinado. ¿Cómo se hace una corona de espinas? Dicen que de ramas de azufaifos con durísimas y agudas espinas capaces de penetrar el cuero cabelludo y llegar hasta el hueso. San Mateo y San Juan hablan más de una corona sobre la cabeza de Jesús y no a su alrededor. ¿Qué importa? Importa el dolor que en este rostro que procesiona es de gris parduzco como un espeso fango que tiñera barba y cabellos, cejas y los iris de los ojos. Todo dolor. Sí. Importa el dolor del fruncido ceño, del rostro entregado con resignación verdadera a una verdadera muerte. Importan los dedos descoloridos, desollados de portar una cruz imposible.
Juan de Mesa lo hizo hace 400 años. Ah! Si hubiera sabido que su arte y ardor de 1620 fuera a verse por estas gentes, todos ignorantes del motivo posconciliar, tridentino pero capaces de entendimiento sensible a través de los rasgos de su experta mano y su corazón exacerbado. ¿Habría cambiado la expresividad de su talla pensando en la idea de que a su nazareno lo verían más gentes que al modelo vivo en Jerusalén?
¿Qué importa la túnica de rico bordado bordada por la efemérides del cuarto centenario con sus temas florales, palmetas, sus hilos metálicos, entorchados de oro fino, lentejuelas y pedrerías? Importan los caídos ojos y los párpados que pesan, y sobre todo importa la cruz que quisiéramos desnuda, tosca, leñosa y no convertida con los dorados cantos en un trampantojo del castigo romano. Sus manos apenas la acarician, casi hay levedad en la carga como si nos dijera que la verdadera carga es por dentro: ya tomó el cáliz que quería lejos de sí; esta aceptación es su cruz, la que lleva atravesada en el pecho y no se ve: tener que ser redentor y hombre a un tiempo; ¡Qué hiperbólico designio! ¡Qué cruel encomienda! Tener que ser símbolo por la vía de la sangre, la humillación y la muerte.
Aquí estamos quienes lo vemos, a nuestra manera más humilde. Imposible no tener ese momento de cierta identificación con él. Sabe cada uno de los testigos del paso del misterio la cruz que lleva en su propia vida: el hijo con el que no me entiende, la esposa o el esposo que ya no me ama, la carencia extrema, los padres ancianos que claudican y viven su amargura, el yugo laboral y la falta de reposo de las fatigas que están urdidas en el alma por las costureras del tiempo. Todos somos tú, un poco y nos apena tu dolor porque nos duele nuestra propia pena también y te entendemos, hasta donde la dimensión de nuestra comprensión nos lo permite y alcanza. Por eso lloro. Porque de algún modo, yo, estos que conmigo están son como tú de alguna forma. Para nosotros es la lucha de cada día hasta dejar el camino en el calvario de la Estigia.
Tú atraviesas el tiempo y la eternidad con esa punzada de la culpa de los hombres, eres el elegido, el profeta, el gran sacrificado y por eso mereces con creces este paso que el artesano Ruiz Gijón te dio rozando su fin el XVII. Setenta años estuvo esperando el Señor de Sevilla su calvario; setenta años portando su cruz en el vacío, aguardando su doloroso trono.
Una breve colina de flores; “la talla de un monte en madera, la realización de ocho tarjetas con sus historias y la ejecución de treinta ángeles”. Eso reza el contrato de la hermandad con el artista. Lo cóncavo y lo convexo alternan, se complementan. Águilas bicéfalas, escenas bíblicas, cartelas de la pasión, evangelistas, ángeles, padres de la Iglesia, guardabrisas, farolas para iluminar con velones el rostro de Jesús en la noche cerrada de Sevilla.
El tiempo ha urdido y superpuesto su imaginería y adornos al lecho de la cruz y sus perfiles. Los restauradores han interpretado y reinterpretado colores y brillos.
¡Qué gasto y desgaste para dar contexto al doloroso rostro, que, por si solo, bastara para mover a piedad y lástima!
Te vas.
Quedan detrás los que antes de esperar a tu dolorosa madre que con su mayor dolor y traspaso vela por ti. No pueden, no podemos dejar de mirarte. Quedan, quedamos detrás de ti, de tu leve paso oscilante, elegante hacia la muerte.
Has pasado por la calle como por el tiempo, como por los siglos.
Otro año pasará en que vibraremos con la vida o la soportaremos; otro año pasará de amores, desamores, de trances inesperados, de muertes sobrevenidas o esperadas de alegría y de tristeza, de melancolía y satisfacciones, de personas amadas, respetadas, odiadas, de labor y afanes; todo en esta Jerusalén hispalense que sólo se detendrá, otra madrugada de Viernes Santo cuando una voz de alguien -dando calor al relente de la primavera- diga:
-Ya está ahí la cruz de guía.
AUTOR: HIPÓLITO MARÍN TRENADO
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